Es la inspiración primigenia de mi vocación y este misterio inspira, sostiene, alimenta nuestro don de cada día para el Reino.
La Iglesia confiesa que Jesús es Hijo de Dios, encarnado. ¡Éste es el escándalo!
La verdadera medida de Su encarnación es la humildad, el desprendimiento y la bienaventuranza.
Es carne y al mismo tiempo trascendencia; es vaciamiento y al mismo tiempo plenitud; es deshonor y al mismo tiempo gloria; es humillación y al mismo tiempo bienaventuranza: cada uno de estos axiomas constituye un reto para el hombre y para el cristiano y para mí, de manera radical.
El secreto, sencillo, es el que Francisco nos propone. Un corazón abierto, abierto de par en par, ensanchado, no desgarrado, sobre el mundo.
Un corazón que se arraiga en la carne de este mundo, de cada hermano, este tiempo que espera su transfiguración.
Francisco es capaz de darnos una “esperanza realista”, realmente a nuestro alcance. Al alcance de la fe. Y nos advierte: hay más. Hay algo mejor. Hay un «todavía no» que no debe darnos descanso y resignación. Si la medida es el límite, entonces es realmente el tiempo de los milagros, es decir de la inmensa – pero posible – cotidiana, humilde, escondida, desinteresada fatiga que consiste en hacer que el Evangelio adhiera a la realidad. Fatiga, sí, es decir trabajo, compromiso hondo y multiplicado a favor del hombre, entre los hombres.
¿Es la revancha del hacer por encima del ser? No, es el equilibrio posible entre el ser y el deber ser, que es la medida del verdadero humanismo: es lo que Jesús nos ha enseñado en su recorrido del cielo a la tierra, una trascendencia que está entre un establo y un madero de cruz.
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